martes, 10 de julio de 2007

El duelo

A Marte le salió un rival. El planeta rojo anda por estos días despistado de madrugada, allá por el horizonte este, así que no es fácil verlo. Pero Antares, el anti-Ares, esto es, el enemigo de Marte, anda pavoneándose por el sur, alto en el horizonte, no demasiado lejos, ni demasiado cerca.

El dios de dioses, Júpiter, no pudo esta vez retraerse y decidió animar la lucha. Se ha acercado al escorpión como quien no quiere la cosa, por arriba, como amagando un pisotón. Y Antares se ha puesto gallito. Es lo que tiene sentirse fuerte. Brilla rojizo, imitando al planeta guerrero, y sujeta con firmeza las pinzas de su escorpión. Parece que es capaz de responder al todopoderoso, si este decide agredirle.

Antares está a 330 años luz de distancia, pero sus vientos de guerra, su rencor y su odio llegan hasta aquí, se huelen, se sienten. ¿Qué pasará, oh dioses, qué ocurrirá esta vez en el firmamento? Aquí, en la Tierra, ¿quién nos defenderá?

lunes, 2 de julio de 2007

Ocho mil quinientos cuarenta


El caso es que el planetoide andaba trasteando por un brazo exterior de la Vía Láctea, con aceptables matas de vegetación en su superficie. Algo de vida le recubría y seguía una órbita levemente excéntrica.
Un día, una mariquita roja con puntos negros se le acercó. Era muy linda y pesaba poco, no más de un gramo. Comenzó a revolotear alegremente alrededor del planetoide, que parecía muy contento y animado con su presencia.
–¡Ven, acércate!, le dijo. Y la mariquita, no sin ciertos reparos iniciales, se posó en la mullida superficie y pensó en lo bueno que sería asentarse allí. Comentó su idea al esferoide errante, que aceptó gustosamente:
–¡Muy bien!, quédate conmigo. Nos haremos compañía mutua y podemos inventarnos juegos.
Pero a los pocos días, inexplicablemente, Viluno, que así se llamaba el planeta, empezó a quejarse por ñoñerías. Que si la mariquita le hacía cosquillas, que si le había arrancado una brizna de hierba, que si le quitaba un poco de su oxígeno… Y pensó en gastar una broma pesada a Marieta, que así se llamaba la mariquita. Cogió aire, estrechó el abdomen y… ¡pufffffffffffffhhhhhhhh! se abombó bruscamente, despidiéndola a cientos de metros de distancia.
–¡AAAAaaaaaaaaaaahhhhhh!–exclamó la pobrecilla, que sin embargo volvió a caer sobre Viluno, afortunadamente sobre una parte mullida del terreno. La mariquita refunfuñó un poco, aunque apenas se la oyó. Viluno se contentó con eso y dejó en paz al pequeño animal por un tiempo.
Pero a las pocas semanas, decidió gastarle otra broma. Un día, cuando Marieta estaba cantando tranquilamente en el reborde de uno de los hoyos circulares, este se abrió bruscamente y del centro del planeta salió un chorro de gases, fuego y tierra a presión, disparando de nuevo por los aires a la pobrecilla, que en esta ocasión resultó algo chamuscada en una de sus alitas y en dos de sus seis patas. Sorprendentemente, Marieta volvió a caer sobre el planeta. Y, aunque pidió explicaciones a su hospedero, decidió quedarse.
Pero tanta tontería no podía terminar bien. Tras una noche algo incómoda por alteraciones orbitales y presencia de meteoritos, el malhumorado Viluno decidió gastar otra broma pesada a la mariquita. La agarró, comenzó a virar sobre sí mismo, acelerándose cada vez más, hasta que la pobre estaba tan mareada que apenas veía. En ese momento la soltó, con lo que salió despedida al espacio sideral. Pero Viluno había hecho mal el cálculo… Se quedó mirando, primero con media sonrisa irónica, esperando que llegara Marieta para verla caer; luego, poco a poco, la sonrisa le fue desapareciendo y, al rato, se percató de que había cometido un nefasto error de cálculo: su masa era de 73 400 000 000 000 000 000 000 kg, y su radio, 1 740 000 m. En consecuencia, la velocidad de escape en su superficie era de 8 540 km/h. La mariquita se había marchado o, más exactamente, él la había despachado.
Viluno quedó triste, se retorció de remordimientos y su superficie se fue arrugando y se hizo gris. Las matas de hierba dieron paso a tierra monda y lironda y a los pocos meses desapareció todo rastro de vida. Se hizo raro, huraño y desconfiado. Ahora parecía una anciana seca, amargada y hostil, así que los planetas vecinos le cambiaron el nombre, y de Viluno pasó a llamarse Luna. Perdió la energía necesaria para girar por sí mismo alrededor de su estrella, y decidió asociarse a un planeta más vital y autosuficiente, la Tierra.
Esta es la historia de nuestro satélite. No os riáis de él, siempre queda el consuelo de pensar que fue un simple error de cálculo…