sábado, 20 de octubre de 2012

Encapuchados

En EEUU se ha forjado una palabra entre atemorizante y violenta: hooded, esto es, encapuchado y, añado, mal encarado. Resultan sospechosos en muchos contextos y, de entrada, deben ser vigilados.
Es cierto: si les quitaras la capucha, descubrirías a algunos de esos jóvenes que cumplen el estereotipo: monopatín, rap o reaggetón, drogas varias y cierto grado de violencia larvada o explícita.
Pero no son los únicos encapuchados. Y es que son muchas las gentes que os quieren dar gato por liebre. Si siguieras retirando capuchas, descubrirías todo tipo de personajes: entre el (literalmente) encapuchado policía que se infiltra para ayudar a repartir hostias y el (también literalmente) encapuchado monje franciscano, caben una infinidad de personajes encapotados, disfrazados, travestidos, o como quieras llamarles: ejecutivos de alta gama, políticos sinvergüenzas, periodistas hipócritas que ocultan sus filiaciones…
Hasta aquí todo en orden. Lo que pasa es que también existen otros encapuchados, con menos fama pero no menos encubridores. Si sigues destapando, verías también montones de capuchas en las filas sindicalistas, en las columnas «de izquierdas» (¡!), en muchos y muchas trabajadoras/es de las administraciones y de empresas e instituciones públicas, en huelguistas ultraindignados, en libertarios y ácratas, etc…
Así que, entre unos y otros, hay una multitud de encapuchados de muy diversos tipos. Imagino que el ansia de alguna forma de cobertura, plumaje o traje ocultador es connatural al género humano, algo que necesitamos no solo para abrigarnos, sino para protegernos y ocultarnos frente a los demás. Con intenciones que pueden ser tanto defensivas como ofensivas. Yo mismo dispongo de una razonable colección de capotes en el armario, y echo mano de uno u otro en función de las circunstancias.
Sobre esto último, podemos releer Caperucita Roja. Los dos protagonistas están ocultos, aunque de distinto modo. ¿Quién es el bueno y quién el malo?


martes, 16 de octubre de 2012

El octavo día

Slawomir Mrozec es un escritor polaco contemporáneo que cultiva el género de la concisión. Contento de haber encontrado un nuevo estímulo y porque creo haber hallado respuesta a muchas de las angustias de la vigente situación atenazante, incrusto aquí uno de sus cuentos, de «rabiosa actualidad». Ahí va...

El octavo día

Dios trabajó seis días y descansó el séptimo. El hombre no es Dios, se cansa antes, por lo que consideró que el sábado también le correspondía como día de descanso. Esta decisión no encontró una expresa objeción por parte de la Instancia Suprema. «Si ha salido bien con el sábado, tal vez también cuele el viernes», pensé, y dirigí a Dios una solicitud con el siguiente contenido:
«A causa del cansancio que siento después del lunes, el martes, el miércoles, el jueves y el viernes, ruego tenga a bien otorgarme también el viernes como día libre de trabajo. Homo Sapiens.»
No hubo respuesta, por lo que consideré que también el viernes me había sido otorgado.
Sin embargo, entre el miércoles y el resto de la semana quedaba el horrible jueves. Nada cansa más que el trabajo el último día de la semana laboral. Así que escribí, esta vez con más atrevimiento:
«“El hombre es una caña pensante” (Blaise Pascal, 1623-1662). Yo pienso que tampoco debo trabajar los jueves.»
Ahora mi semana laboral acaba el miércoles por la tarde. Sí, pero ese miércoles... El silencio de Dios me dio valor.
«Exijo la supresión del miércoles como día laborable. Prometeo.»
En cuanto al martes, me rebelé ya abiertamente:
«“Llamarse hombre llena de orgullo” (Maxim Gorki, 1868-1936). El martes atenta contra mi dignidad. Estoy en total desacuerdo y acabo el lunes.»
No hubo respuesta, así que con el lunes fue muy fácil. Bastó con un telegrama:
«El lunes también queda excluido.»
Ahora tenía siete días de la semana libres y me sentía orgulloso de mi rebeldía (L´homme révolté, Albert Camus, 1913-1960). Pero al cabo de un tiempo me di cuenta de que la semana sólo tenía siete días y, por lo tanto, yo no podía tener más de siete días libres a la semana. Semejante limitación de mi libertad me pareció inadmisible. Así que telegrafié a Dios:
«Crear inmediatamente un octavo día.»
No contestó, lo cual me afirmó definitivamente en mi convicción de que Nietzsche tenía razón (Friedrich Nietzsche, 1844-1900) y Dios no existía. Pero en ese caso, ¿quién era el culpable de que la semana sólo tuviera siete días y de que yo no pudiera tener más de siete días libres a la semana?
Cogí un palo y me puse al acecho en la escalera. Cuando pase un vecino, le arreo.
A fin de cuentas, alguien tiene que ser el responsable de la injusticia que se me ha hecho.