jueves, 28 de diciembre de 2017

Movilizaciones y ficciones



Se está hablando tanto en las últimas semanas del «asunto catalán» que acaban por echarse en falta las preguntas. Demasiadas afirmaciones rotundas, sentencias firmes y opiniones en un sentido u otro; muy pocas dudas.

Entre los muchos enfoques y perspectivas posibles del asunto, es reveladora la perspectiva de las movilizaciones.

El nacionalismo catalán lleva movilizado docenas y docenas de años. Se podría decir que su naturaleza consiste precisamente en estar permanentemente movilizado, con las banderas, los eslóganes y los panfletos siempre a punto para salir a la calle. En otras palabras, llevan ejerciendo el proselitismo activo desde su mismo nacimiento.

Comparado con este nacionalismo, lo que ha venido en llamarse «nacionalismo español» ha sido hasta hace unas semanas una auténtica birria de nacionalismo. Sin apenas voluntarios, las banderas parecían sepultadas u olvidadas, y solo se aireaban fugazmente tras algunos eventos deportivos; eslóganes había pocos, salvo algunas canciones de Manolo Escobar y vulgaridades por el estilo; panfletos había aún menos. Y la movilización, lo que se dice movilización, era inexistente en la práctica.

[Una de las grandes confusiones del período post-dictatorial en este país consiste en relacionar el «nacionalismo español» con los defensores del régimen dictatorial; una confusión que ha sido alimentada por un sector político y una píldora que se ha tragado buena parte de la sociedad. Me parece tan ridículo que no puedo menos que meter esta idea disparatada entre corchetes.]

Si queréis una visión de la comparativa entre ambos «espíritus nacionalistas», imaginad a un cincuentón tirando a derrotado, escurrido, con la camisa por fuera, mal afeitado y algo ojeroso que pasa en casa la mayor parte del tiempo. Frente a él, un muñeco de Michelín que pasa el día entero en la calle. El primero se meterá pronto a casa y tratará de descansar para lo que le espera al día siguiente; el segundo, en caso de que pierda algo de aire, será convenientemente inflado para presentarse como nuevo al día siguiente.

Pues bien, por acontecimientos que no sabría describir cabalmente, sucede, casi de la noche a la mañana, que este nacionalismo birrioso y perdedor, saca un poco (solo un poco) de pecho y tiene el atrevimiento de movilizarse, más bien tímidamente. Esta es una de las cosas que, a mi entender, han sucedido en los últimos meses.

¿Cuál ha sido la reacción por parte de buena parte de la población? No ha sido ni el interés, ni la curiosidad, ni en absoluto la admiración, sino más bien el rechazo, el cabreo o, cuando menos, el estupor. Pero un estupor con un aire de profunda desconfianza, como diciendo: «¿Y estos qué cojones quieren ahora?»

La primera tanda de preguntas es:

Entonces, ¿concedemos todos los derechos de movilización a un sector de la sociedad y se los negamos a otro sector? Si es así, ¿en base a qué criterio?

Y otra más, relacionada con la primera: ¿Por qué tantas personas de este país se han dejado «seducir» por banderas foráneas al tiempo que se han mantenido firmes como clavos en su virulento rechazo a la única que, mal que bien, representaba o podía representarles a ellos mismos?

[Un número creciente de personas viene afirmando que la única bandera que puede sensatamente representar a los españoles es la bandera tricolor, lo cual es un juicio enormemente sectario pues supone conceder una importancia exagerada a la efímera experiencia republicana; pero además es muy injusto y dudoso pretender que la mayoría de los habitantes del territorio prefieren dicho régimen, y se me antoja deshonesta la táctica bien conocida —muy utilizada precisamente por el nacionalismo— de construir las «mayorías populares imaginarias» que más convienen en cada ocasión.

Abierta debe quedar, por supuesto, la posibilidad de cambiar de modelo estatal y de bandera, pero sin atribuir a priori intenciones a nadie, y dialogadamente, por favor. Cierre del corchete.]

*   *   *

A propósito del interesante asunto de las movilizaciones surge el otro tema del título. Porque, claro, estoy totalmente de acuerdo en que el aire que insufla al muñeco Michelín nacionalista es pura ficción, una buena ensalada de fantasías bien adornadas y bien aderezadas, que no existen más que en la imaginación de las personas que escoltan dicho muñeco.

Y, claro, no podía ser menos: el espíritu «nacionalista español», sea flaco o fuerte, desaliñado o en forma, es otro buen revoltijo de fantasías, quizá no tan bien adornadas ni aderezadas, pues muchos comensales se empeñan en estropear el plato, pero una ensalada imaginaria igualmente, que no existe más que en la cabeza de otras tantas personas.

Porque todas las ideologías nacionalistas son poco más que estructuras imaginarias sin base real, que funcionan en definitiva como religiones que los súbditos acatan, casi sin excepciones, de manera sumisa y diligente.

A pesar de su carácter ficticio, los espíritus nacionalistas funcionan a pleno gas en casi todos los países del globo. Cuando en algún país surge alguna discrepancia seria, el resultado es, sin excepción, la fragmentación en varios territorios que se aferran con mayor fuerza aún a los recién estrenados emblemas nacionales homologados. Todos tenemos en mente la fragmentación yugoslava.

No entro a discutir si tal o cual nación es mejor o peor que otra, si tal o cual país ha hecho cosas mejores o peores para la posteridad. Pero sí resulta interesante, porque invita a la reflexión, plantear por qué algunas ficciones nacionalistas resultan tan fuertes frente a otras; por qué el nacionalismo francés, por poner un ejemplo, parece un monolito sin fisuras si lo comparamos, por ejemplo, con el español.

Así pues, parece que debe haber algo en la historia de nuestro país que hace que no funcionen bien ni sus símbolos nacionales ni la ideología que acompaña a dichos símbolos. ¿Por qué España es, de nuevo, una anomalía en Europa? ¿Por qué existe ese enorme complejo frente a nuestra historia, frente a los símbolos del Estado, frente a todo lo que pueda catalogarse como “español”? Este rechazo llega al punto de que en muchos ambientes resulta incómoda, en cualquier conversación, la sola presencia de la palabra «España» o «español/a», que suele tomarse a burla, para así dar escape a la tensión generada en la frase.

Hace poco, un dirigente del PSOE reconoció que algunas izquierdas en este país tienen que «tragar saliva» cada vez que mencionan la palabra España. ¡Ya era hora, coño! Y ya de paso, estaría bien que el PSOE explicara su posición al respecto, que ha sido muy dudosa desde el comienzo de la Transición. Aquí surge una nueva pregunta: ¿Por qué ese partido ha jugado esa baza hasta hace unas pocas semanas?

Volviendo al complejo, que casi nadie reconoce, me vienen a la mente varias cosas. La leyenda negra es una de ellas. Atribuirle una importancia desmedida en 2017 quizá es exagerado, pero me parece un atrevimiento negar que hoy en día sigue estando presente de muy diversas maneras, sutiles y menos sutiles.

Y también me viene a la mente la historiografía franquista de “pasado glorioso, laureles y gloria eterna” que tan ridícula resulta hoy en día, pero que provocó un «efecto rebote» que aún nos está golpeando de lleno. Ahora bien, ese rebote tampoco nos debe impedir por completo la visión de la historia, con sus luces y sombras, como todas. Es lamentable el poco interés social que despierta nuestra historia, pero más penoso aún es contemplar cómo esas enormes deficiencias se han tratado de suplir únicamente a base de panfletos, imágenes distorsionadas, exageraciones y bulos, tanto más populares cuanto más oscuritos y perversos.

Cabe preguntarse si somos un adalid del nuevo modelo de estado o nación que se avecina en un futuro más o menos próximo, un modelo «superior» y diferenciado de todo lo que se ha conocido hasta ahora. O si no seremos, una vez más, una anomalía en el tejido europeo, habitado por unos paisanos especialistas en buscarse problemas cuando podrían estar mejor que en ningún otro momento de su ya larga historia.

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